Jorge Morejón ESPN
Jamás pensé escribir esto, pero estamos asistiendo a la muerte del béisbol en Cuba, otrora potencia del deporte de las bolas y los strikes.
Una selección cubana acaba de terminar con cinco derrotas sin victorias la ronda clasificatoria del torneo Semana de Béisbol de Haarlem, en Holanda, tras caer consecutivamente ante Alemania, Japón, Italia, los anfitriones y China Taipei.
Sí, no se trata de un error tipográfico: Cuba perdió contra los alemanes en un certamen al que años atrás la isla llevaba una selección B o D y pasaba caminando sobre todos sus rivales.
Una semana después, la selección principal de la Mayor de Las Antillas caía ante Puerto Rico en la primera derrota de Cuba en Juegos Centroamericanos y del Caribe desde 1982.
Pero los resultados son lo de menos. Estamos presenciando la muerte del béisbol no sólo como deporte, sino como un componente imprescindible, esencial, de la nacionalidad cubana.
El juego se inició en Cuba en el siglo XIX, cuando todavía la isla era colonia española y las autoridades prohibieron su práctica porque se prestaba a concentraciones de personas que aprovechaban el momento para conspirar a favor de la independencia.
Así de primordialmente cubano se convirtió este deporte nacido en Estados Unidos y adoptado por los insulares entre otras cosas, como una manera de rechazar a los colonizadores españoles.
LOS PROBLEMAS COMENZARON EN 1962
La crisis, quién sabe si irreversible, por la que atraviesa el béisbol en Cuba hoy, comenzó como una insignificante picada de mosquito en 1962, que inoculó el germen que ha terminado con la muerte del juego en la isla: la eliminación del profesionalismo.
Tres años después de haber tomado el poder, Fidel Castro decretó el fin de la liga profesional cubana, con una rimbombante frase: «Este es el triunfo de la pelota libre, sobre la pelota esclava».
Nada más lejos de la realidad. Lo que hizo fue esclavizar a los jugadores y concentrar bajo su manto todo el talento posible, para crear una poderosísima selección de profesionales de Estado disfrazados de amateurs.
Fidel Castro no inventó el poderío del béisbol cubano.
Antes de él, Cuba era campeón mundial amateur desde 1939, era dueña y señora de las Series del Caribe y era, por mucho, el principal emisor de talento extranjero a las Grandes Ligas.
Incluso, La Habana (no Montreal, no Toronto) estaba a las puertas de convertirse en la sede de la primera franquicia de MLB fuera del territorio de Estados Unidos: los Cuban Sugar Kings.
Aquellos que quedaron atrapados en un limbo por la abolición de la pelota rentada y decidieron seguir sus carreras profesionales no pudieron regresar a su país, al tiempo que se prohibió cualquier mención a las Ligas Mayores en los medios oficialistas -y únicos- de Cuba.
NO LE ECHEN LA CULPA A RENÉ AROCHA
Por tres décadas se secó la fuente de Cuba hacia las Grandes Ligas y a cuentagotas llegaron algunos como Bárbaro Garbey, salido en el éxodo del Mariel en 1980 tras pasar años en prisión, o Rafael Palmeiro y José Canseco, nacidos en la isla, pero formados como jugadores en el sur de la Florida.
Hasta que el 4 de julio de 1991 (caramba, fecha significativa), el lanzador René Arocha aprovechó una escala de la selección nacional en Miami para escapar en busca de un futuro de libertad.
«Yo no vine a Estados Unidos a jugar béisbol», contó Arocha hace un tiempo en una entrevista con ESPNDeportes digital. «Yo me quedé aquí porque estaba cansado de que me dijeran qué hacer con mi vida y quería decidir por mí. Luego se dio la oportunidad de jugar aquí y la aproveché, pero ese no era mi plan, porque me parecía imposible llegar a Grandes Ligas».
Sin imaginarlo, el serpentinero habanero causó la primera grieta en un muro hasta entonces infranqueable y se convirtió en una suerte de Jackie Robinson, al romper una barrera política impuesta por Fidel Castro.
Los esclavos rompieron las cadenas y se convirtieron en cimarrones. Desde entonces, son cientos de compatriotas que siguieron los pasos de Arocha, por ese derecho que tiene cada individuo de perseguir sus sueños.
Obviamente, el régimen de La Habana culpa únicamente al éxodo cada vez más masivo de jugadores por la crisis que vive el béisbol cubano, aunque en realidad, esa es apenas una causa más que no se puede soslayar.
En 1991, apenas dos meses después de la fuga de Arocha, dejaba de existir a 9550 kilómetros de distancia de La Habana, la Unión Soviética, el imperio comunista que mantuvo económicamente a Castro por tres décadas con incontables recursos que le permitieron, entre otras cosas, desarrollar el deporte a niveles nunca antes vistos, hasta convertir a la isla en una de las principales potencias olímpicas del planeta.
Pero se cerró el grifo de la ayuda que Moscú le daba a Cuba a cambio de tener una avanzada de la Guerra Fría a 90 millas del enemigo estadounidense y el deporte, como el resto de la sociedad, se vino abajo, a veces gradualmente, a veces de golpe, como castillo de naipes.
Como parte de las estrategias para obtener algunos recursos entonces, Castro envió a los mejores entrenadores a buscar dólares por todo el mundo, como hizo también con los más encumbrados médicos y otros profesionales, en detrimento de la población cubana.
Innegable también es el hecho de la ineptitud de los personajes que dirigen el deporte y cualquier actividad, al ser escogidos no por su capacidad profesional e intelectual, sino por su incondicionalidad a un sistema fallido.
Retiros forzados de decenas de los mejores peloteros por capricho de algunos funcionarios trasnochados lastraron la calidad de los torneos nacionales y la gente empezó a alejarse de los estadios, ante la repentina baja de calidad del pasatiempo nacional.
Y para colmo, algunos de los pocos jugadores de calidad que quedan allá han sido enviados bajo control del gobierno a Japón y otros, prácticamente por centavos, a certámenes de poca monta, como una liga independiente en Canadá.
MESSI Y RONALDO ASALTAN LOS ESTADIOS CUBANOS
Los fanáticos cubanos, seguidores del buen deporte, sea cual sea, encontraron refugio entre las piernas prodigiosas de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo y en las habitualmente acaloradas discusiones en las penas deportivas de la isla, de pronto se empezó a hablar de fútbol.
De repente, la gente pasó a ser madridista o barcelonista y los medios oficiales empezaron a dedicarles extensos espacios a la pelota blanquinegra, incluidas transmisiones en vivo y directo de los partidos de la liga española y otros torneos de primer nivel.
Pero el ADN no puede modificarse y este fanatismo por el balompié es artificial, porque casi nadie de esos que se dicen morir por ese deporte va a los estadios donde se juegan los partidos del campeonato nacional de fútbol.
Es pasión elitista. Si en vez de fútbol, la TV cubana transmitiera la NHL, ya veríamos a los cubanos, opinólogos por naturaleza, debatiendo sobre hockey con tal entusiasmo que derretirían el hielo.
En los últimos años se han hecho algunos intentos pálidos por transmitir algunos partidos de las Grandes Ligas, pues ya es imposible seguir ocultando la existencia de ese nivel supremo de béisbol, revelado para muchos cubanos por primera vez a partir de los Clásicos Mundiales.
Pero se televisan de manera diferida y muchas veces con ediciones para eliminar los turnos al bate o las actuaciones monticulares de peloteros cubanos considerados desertores.
Ya el año pasado finalmente se transmitió la Serie Mundial donde estaban Yuli Gurriel, por los Houston Astros, y Yasiel Puig, por Los Angeles Dodgers, pero cada juego con un día de atraso, quién sabe por qué.
Y así, entre esa parálisis, el miedo a abrirse a la realidad del mundo, languidece el béisbol cubano.
O mejor, dicho, el béisbol en Cuba.
Afortunadamente, existen 129 peloteros de la isla firmados en las diferentes organizaciones de Grandes Ligas y sus sucursales en las Menores, según los datos del colega Francys Romero, quien registra como nadie la actuación de sus compatriotas en cualquier rincón del planeta.
Además, hay decenas que participan en ligas profesionales de otros países, que mantienen con vida y presencia el béisbol cubano, aunque en la isla lo estén dejando morir con absoluta indiferencia.